miércoles, 22 de marzo de 2017

4 VECES SALVO

Introducción
En 1929 escribimos un libro titulado A Threefold Salvation (Una salvación triple), basado en la instrucción que habíamos recibido durante nuestra infancia espiritual. Al igual que la mayor parte de aquella temprana enseñanza, esta era defectuosa por ser inadecuada. Al continuar nuestro estudio de la Palabra de Dios, nos ha sido concedida más luz sobre este tema —sin embargo, cuán ignorantes somos aún— y esto nos ha hecho ver que, en el pasado, habíamos comenzado en un punto equivocado, porque en vez de comenzar por el principio, comenzamos casi por el medio. En vez de ser triple la salvación del pecado, como entonces suponíamos, ahora percibimos que es cuádruple. Qué bueno es el Señor al concedernos más luz y, sin embargo, es ahora nuestro deber andar en ella, y, según la Providencia nos proporcione la oportunidad, darla a los demás. Quiera el Espíritu Santo en su gracia de tal manera dirigirnos que Dios sea glorificado y su pueblo edificado.
El tema de «una-salvación-tan-grande» de Dios (He. 2:3), como se nos revela en las Escrituras y se nos da a conocer en la experiencia cristiana, es digno de toda una vida de estudio.
Cualquiera que suponga que ya no le es necesario buscar en oración una comprensión más plena del mismo necesita considerar «si alguno se imagina que sabe algo, aún no sabe nada como debe saberlo» (1 Co. 8:2). Lo cierto es que, desde el momento en que cualquiera de nosotros realmente da por supuesto que ya sabe todo lo que debe saberse acerca de cualquier tema tratado en la Santa Escritura, se priva a sí mismo inmediatamente de más luz sobre él. Lo que más necesitamos todos nosotros con respecto a una mejor comprensión de las cosas de Dios no es un intelecto brillante sino un corazón verdaderamente humilde y un espíritu dispuesto a aprender y dócil, y por ello deberíamos orar diaria y fervientemente, porque no lo poseemos por naturaleza.
El tema de la salvación divina ha provocado, triste es decirlo, una controversia de siglos y amargas discusiones, aun entre los que profesan ser cristianos. Comparativamente hablando hay poca avenencia aun acerca de esta verdad que, con ser elemental, es sin embargo vital. Algunos han insistido en que la salvación es por la gracia divina, otros han argumentado que es por el esfuerzo humano. Un cierto número ha tratado de defender una posición intermedia y, aunque concediendo que la salvación de un pecador perdido debe ser por la gracia divina, no estaban dispuestos a admitir que es tan solo por la gracia divina, alegando que la criatura debe añadir algo a la gracia de Dios, y muy variadas han sido las opiniones acerca de lo que ese «algo» debe ser: el bautismo, el ser miembro de una iglesia, el realizar buenas obras, el mantenerse fiel hasta el fin, etc. Hay por otro lado aquellos que no solo reconocen que la salvación es solamente por gracia, sino que además niegan que Dios utilice cualquier medio de ninguna clase para efectuar su eterno propósito de salvar a sus elegidos: ¡pasando por alto el hecho de que el sacrificio de Cristo es el grandioso «medio»!
Es cierto que la Iglesia de Dios fue bendecida con bendiciones sobrenaturales, habiendo sido escogida en Cristo antes de la fundación del mundo y predestinada a la adopción de hijos, y nada pudo o puede alterar ese hecho grandioso. Es igualmente cierto que si el pecado no hubiera entrado nunca en el mundo, nadie habría tenido necesidad de salvarse de él. Pero el pecado ha entrado, y la Iglesia cayó en Adán y quedó bajo la maldición y la condenación de la ley de Dios. Por consiguiente, los elegidos, al igual que los réprobos, compartieron la ofensa capital de su cabeza federal, y participaron de sus terribles consecuencias: «En Adán todos mueren» (1 Co. 15:22): «Por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres» (Ro. 5:18). El resultado de esto es que todos están «ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón» (Ef. 4:18) y, por tanto, tienen igualmente la terrible necesidad de la salvación de Dios.
Aun siendo fundamentalmente ortodoxos en sus opiniones sobre la salvación divina, muchos tienen unos conceptos tan parciales e inadecuados que otros aspectos de esta verdad, igualmente importantes y esenciales, son a menudo pasados por alto y negados tácitamente. Cuántos, por ejemplo, serían capaces de dar una sencilla exposición de los siguientes textos: «Quien nos salvó» (2 Ti. 1:9); «Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor» (Fil. 2:12); «Ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos» (Ro. 13:11). Ahora bien, esos versículos no se refieren a tres salvaciones diferentes, sino a tres aspectos distintos de una, y a menos que aprendamos a distinguir con agudeza entre ellos, no puede haber sino confusión y oscuridad en nuestro pensamiento. Esos pasajes presentan tres fases y etapas distintas de la salvación: la salvación como un hecho consumado, como un proceso actual, y como una esperanza futura.
Son muchos hoy en día los que ignoran estas distinciones, mezclándolas entre sí. Unos contienden por una y otros argumentan en contra de las otras dos, y viceversa. Unos insisten en que ya han sido salvados, y niegan estar siendo salvados ahora. Otros declaran que la salvación es totalmente futura, y niegan que haya sido ya consumada en ningún sentido. Ambos están equivocados. Lo que ocurre es que la gran mayoría de los que profesan ser cristianos no ven que «salvación» es uno de los términos más comprensivos en todas las Escrituras, pues incluye la predestinación, la regeneración, la justificación, la santificación y la glorificación. Tienen una idea muy restringida del significado y alcance de la palabra «salvación» (según se utiliza en las Escrituras), estrechando en demasía su campo, confinando sus pensamientos a una simple fase. Suponen que «salvación» no significa más que el nuevo nacimiento o el perdón de los pecados. Si uno les dijera que la salvación es un proceso retardado, le mirarían con recelo; y si afirmara que la salvación es algo que nos aguarda en el futuro, enseguida le tildarían de hereje. Sin embargo, los equivocados serían ellos.
Pregunta a un cristiano normal y corriente: «¿Eres salvo?», y verás que te responde: «Sí, fui salvado en tal o cual año»; y eso es todo lo que dan de sí sus pensamientos sobre el tema. Pregúntale: «¿A qué debes tu salvación?», y «A la obra consumada de Cristo» será en resumen su respuesta. Dile que cada una de esas respuestas es seriamente defectuosa, y verás como se ofende grandemente por tu reprensión. Como ejemplo de la confusión que prevalece hoy en día, citamos lo siguiente de un folleto sobre Filipenses 2:12: «¿A quiénes van dirigidas estas enseñanzas? Las palabras iniciales de la Epístola nos lo dicen: ‘A los santos en Cristo Jesús…’. ¡Así, pues, todos eran creyentes!, y no se les podía requerir que obraran por su salvación, puesto que ya la poseían». Es lamentable que haya tan pocos hoy en día que perciban algo anómalo en tal afirmación. Otro «maestro bíblico» nos dice que la frase «te salvarás a ti mismo» (1 Timoteo 4:16) debe de referirse a la liberación de dolencias físicas, ya que Timoteo era ya salvo espiritualmente. Cierto, pero es igualmente cierto que en aquel entonces él no se encontraba en el proceso de estar siendo salvado, como también es un hecho que su salvación era entonces futura.
Suplementemos ahora los tres primeros versículos citados y mostremos que hay otros pasajes en el Nuevo Testamento que con toda certeza se refieren a cada tiempo distinto de la salvación. En primer lugar, la salvación es un hecho consumado: «Tu fe te ha salvado» (Lucas 7:50); «por gracia habéis sido salvados» (así el original griego y en la Biblia de las Américas; Efesios 2:8); «nos salvó […] por su misericordia» (Tito 3:5). En segundo lugar, la salvación como un proceso actual, en vías de consumación, pero no completo aún: «A los que están siendo salvados, esto es, a nosotros» (1 Corintios 1:18; así el original griego y el Nuevo Testamento Interlineal de Bagster); «los que tienen fe y preservan [no «para preservación de»] su vida» (He. 10:39 NVI). En tercer lugar, la salvación como un proceso futuro: «Enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación» (He. 1:14); «recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas» (Stg. 1:21); «guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero» (1 P. 1:5). Así, pues, juntando estos diferentes pasajes, estamos claramente justificados en formular la siguiente afirmación: Todo verdadero cristiano ha sido salvado, está ahora siendo salvado, y será, no obstante, salvo: como y de qué es lo que intentaremos mostrar.
Como una prueba más de cuán polifacético es el tema de la gran salvación de Dios, y cómo en las Escrituras se lo contempla desde distintos puntos de vista, toma los siguientes ejemplos: «por gracia sois salvos» (Ef. 2:8); «salvos por su vida [de Cristo]», es decir, la vida de su resurrección (Ro. 5:9); «tu fe te ha salvado» (Lucas 7:50); «la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas» (Stg. 1:21); «en esperanza fuimos salvos» (Ro. 8:24); «salvo, aunque así como por fuego» (1 Co. 3:15); «El bautismo que corresponde a esto ahora nos salva» (1 P. 3:21). Ah, lector, la Biblia no es un libro para perezosos, ni pueden hacer una sana exposición de ella los que no dedican todo su tiempo a estudiarla en oración, y eso durante años. No es que Dios nos quiera desconcertar, sino, por el contrario, hacernos humildes, suplicantes y dependientes de su Espíritu. No es a los soberbios (los que son sabios en su propia estimación) a quienes se revelan sus secretos celestiales.
De igual manera se puede mostrar por la Escritura que la causa de la salvación no es, como muchos suponen, simplemente una sola: la sangre de Cristo. Aquí también es necesario distinguir entre cosas que difieren. Primero, la causa originaria de la salvación es el propósito eterno de Dios, o, en otras palabras, la gracia predestinante del Padre. Segundo, la causa meritoria de la salvación es la mediación de Cristo, lo cual tiene que ver con el aspecto legal de las cosas, o, en otras palabras, el cumplir él las demandas de la ley a favor de aquellos que él redime. Tercero, la causa eficaz de la salvación es la operación regeneradora y santificadora del Espíritu Santo, que tienen que ver con el aspecto experimental; o, en otras palabras, el Espíritu obra en nosotros lo que Cristo ha adquirido para nosotros. Así, pues, debemos nuestra salvación personal de igual manera a cada persona de la Trinidad, y no a una (el Hijo) más que a las otras. Cuarto, la causa instrumental es nuestra fe, obediencia y perseverancia: si bien no somos salvos por causa de ellas, es igualmente cierto que no podemos ser salvos (conforme al designio de Dios) sin ellas.
En el párrafo inicial hemos afirmado que en nuestro anterior esfuerzo erramos en cuanto al punto de partida. Al escribir acerca de una salvación triple empezamos con la salvación de la pena del pecado, que es nuestra justificación. Pero nuestro salvación no empieza ahí, como bien sabíamos aun entones: lástima que seguimos tan ciegamente a nuestros descaminados preceptores. Nuestra salvación se origina, desde luego, en el propósito eterno de Dios, en su predestinación a la gloria eterna. «Quién nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos» (2 Ti. 1:9). Esto hace referencia al decreto divino de la elección: su pueblo escogido era entonces completamente salvo, en el propósito divino, y todo lo que ahora vamos a decir tiene que ver con la ejecución de ese propósito, la consumación de ese decreto, la realización de esa salvación.

Cuatro Veces Salvo

4
Salvación de la presencia del pecado
Ahora nos volvemos a aquel aspecto de nuestro tema que tiene que ver solamente con el futuro. El pecado ha de ser aún erradicado del ser del creyente, de tal manera que aparezca delante de Dios sin mancha ni defecto. Cierto que este es su estatus legal aun ahora, pero no lo es aún en su estado o experiencia. Tanto en cuanto Dios ve al creyente en Cristo, este aparece ante él en toda la excelencia de su Fiador, pero tanto en cuanto Dios le ve tal como es aún en sí mismo (y que él lo hace lo prueban sus disciplinas), él contempla toda la ruina que la Caída ha obrado en él. Pero no siempre será este el caso: no, bendito sea su nombre, el Señor reserva el mejor vino para el final. Aun ahora hemos gustado que él es bueno, pero solo podemos entrar en la plenitud de su gracia y gozar de ella después que este mundo sea dejado atrás.
Aquellas escrituras que presentan nuestra salvación como una esperanza futura tienen todas que ver con nuestra liberación final de la propia inherencia del pecado. A esto se refería Pablo cuando dijo: «Ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos» (Ro. 13:11): no nuestra salvación del placer, la pena, o el poder del pecado, sino de su presencia misma. «Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo» (Fil. 3:20). Sí, es al «Salvador» a quien esperamos, porque es a su regreso cuando los elegidos por gracia participarán de su Salvación plena; como está escrito: «Y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan» (He. 9:28). De igual manera, cuando otro apóstol declaró: «Que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero» (1 P. 1:5), hacía referencia a esta gran consumación de la salvación del creyente, cuando para siempre será librado de la presencia misma del pecado.
Nuestra salvación del placer del pecado se efectúa al alojarse Cristo en nuestros corazones: «vive Cristo en mí» (Gá. 2:20). Nuestra salvación de la pena del pecado fue conseguida por los sufrimientos de Cristo en la cruz, donde sobrellevó el castigo que nuestras iniquidades merecerían. Nuestra salvación del poder del pecado es obtenida por la obra misericordiosa del Espíritu que Cristo envía a su pueblo: por lo que es llamado «el Espíritu de Cristo» (Ro. 8:9cf. Gá. 4:6Ap. 3:1). Nuestra salvación de la presencia del pecado será consumada al segundo advenimiento: «mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas» (Fil. 3:20–21). Y de nuevo se nos dice: «Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Jn. 3:2). Es todo de Cristo desde el principio hasta el final.
El hombre fue creado originalmente a imagen y semejanza de Dios, reflejando las perfecciones morales de su Hacedor. Pero entró el pecado y el cayó de su gloria primitiva y a causa de dicha caída la imagen de Dios en él quedó rota y su semejanza desfigurada. Pero en los redimidos aquella imagen ha de ser restaurada, es más, les ha de ser concedida una honra mucho más alta que la otorgada al primer Adán: han de ser hechos como el último Adán. Está escrito: «Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Ro. 8:29). Este bendito propósito de Dios en nuestra predestinación no será plenamente comprendido hasta la segunda venida de nuestro Señor: será entonces cuando su pueblo será plenamente emancipado de la servidumbre y corrupción del pecado. Entonces Cristo se presentará a sí mismo «una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Ef. 5:27).
La salvación del placer o amor al pecado tiene lugar en nuestra regeneración; la salvación de la pena o castigo del pecado ocurre cuando nuestra justificación; la salvación del poder o dominio del pecado se consigue durante nuestra santificación práctica; la salvación de la presencia o inherencia del pecado se consuma en nuestra glorificación: «a los que justificó, a estos también glorificó» (Ro. 8:30). No se revela mucho en la Escritura acerca de este aspecto de nuestro tema, ya que la Palabra de Dios no ha sido dada para gratificar la curiosidad. Sin embargo, sí se da a conocer lo suficiente para alimentar la fe, fortalecer la esperanza, producir amor y hacernos «correr con paciencia la carrera que tenemos por delante». En nuestro estado actual somos incapaces de formarnos un concepto real de la bienaventuranza que nos aguarda; no obstante, al igual que los espías de Israel regresaron con el racimo de «las uvas de Escol» como una muestra de las buenas cosas a encontrar en la tierra de Canaán, así al cristiano le es concedido un goce anticipado de su herencia Arriba.
«Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Ef. 4:13). Somos predestinados a ser hechos conformes a la imagen del Cristo glorificado.Contémplalo en el monte de la transfiguración, cuando les fue concedida a aquellos afortunados discípulos una visión previa de su gloria. Tal es el deslumbrante esplendor de su persona que Saulo de Tarso fue cegado temporalmente por un reflejo del mismo, y el amado Juan en la isla de Patmos cayó «como muerto a sus pies» (Ap. 1:17) cuando le vio. La mejor manera de apreciar lo que nos espera es contemplándolo a la luz del amor de Dios. La porción que Cristo mismo ha recibido es la expresión del amor de Dios por él; y como el Salvador le ha asegurado a su pueblo con respecto al amor de su Padre hacia ellos «los has amado a ellos como también a mí me has amado» (Juan 17:23) y por tanto como el prometió «para que donde Yo estoy, vosotros también estéis» (Jn. 14:3).
¿Pero no termina el creyente para siempre con el pecado al morir? Sí, gracias a Dios, tal es el caso; sin embargo, eso no es su glorificación, ya que su cuerpo se corrompe, y ese es el efecto del pecado. Pero está escrito acerca del cuerpo del creyente: «Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual» (1 Co. 15:42–44). No obstante, en el momento mismo de la muerte, el alma del cristiano es enteramente librada de la presencia del pecado. Esto se desprende claramente de «Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen» (Ap. 14:13). ¿Qué significa que «descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen»? Por supuesto que es algo más bienaventurado que cesar de ganar el pan con el sudor de sus frentes, ya que esto será cierto de los no salvos también. Los que mueren en el Señor descansan de «sus trabajos» con el pecado: sus dolorosos conflictos con la corrupción interna, Satanás y el mundo. La batalla que la fe pelea ahora se termina entonces, y para siempre les pertenece un total alivio del pecado.
La salvación cuádruple del cristiano con respecto al pecado quedó sorprendentemente tipificada en el proceder de Dios con la antigua nación de Israel. Primero, tenemos una vívida descripción de su liberación del placer del pecado o el amor hacia él: «y los hijos de Israel gemían a causa de la servidumbre y clamaron; y subió a Dios el clamor de ellos con motivo de su servidumbre» (Ex. 2:23–24). ¡Qué contraste hace esto con lo que leemos en los últimos capítulos de Génesis! Allí oímos al rey de Egipto diciendo a José: «La tierra de Egipto delante de ti está; en lo mejor de la tierra haz habitar a tu padre y a tus hermanos; habiten en la tierra de Gosén» (47:6). Así, pues, se nos dice: «Así habitó Israel en la tierra de Egipto, en la tierra de Gosén; y tomaron posesión de ella y se aumentaron y se multiplicaron en gran manera (47:27). Ahora bien, Egipto es en el Antiguo Testamento el símbolo del mundo, como un sistema opuesto a Dios. Y fue allí, «en lo mejor de la tierra», donde los descendientes de Abraham se habían establecido. Pero el Señor tenía designios misericordiosos y algo mucho mejor para ellos; sin embargo, antes que pudieran apreciar Canaán, tenían que perder su afecto hacia Egipto. De aquí que los encontremos cruelmente esclavizados allí, doliéndose bajo el látigo de los capataces. De esta manera se les hizo aborrecer a Egipto y anhelar ser liberados de él. El tema de Éxodo es la redención: ¡qué interesante, pues, ver que Dios comienza su obra de redención haciendo a su pueblo gemir y clamar en su esclavitud! La porción que Cristo concede no es bien recibida hasta que se nos hace estar hartos de este mundo.
Segundo, en Éxodo 12 tenemos una representación gráfica de cómo el pueblo de Dios es librado de la pena del pecado. La noche de la Pascua el ángel de la muerte vino y mató a todos los primogénitos de los egipcios. ¿Pero por qué perdonar a los primogénitos de los israelitas? No porque fueran inocentes delante de Dios, porque todos pecaron y están destituidos de su gloria. Los israelitas, al igual que los egipcios, eran culpables a los ojos de Dios y merecedores de un juicio implacable. Fue precisamente en esta coyuntura cuando vino la gracia de Dios y cubrió su necesidad. Otro fue inmolado en su lugar y murió en vez de ellos. Una víctima inocente fue muerta y su sangre derramada señalando a la venida del «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». El cabeza de cada familia israelita roció la sangre del cordero en el dintel y los postes de su puerta, y así el primogénito de la misma fue preservado del ángel vengador: Dios prometió: «Veré la sangre y pasaré de vosotros (Éx. 12:13). De esta manera, Israel fue salvado de la pena del pecado por medio del cordero que murió en su lugar.

Tercero, el viaje de Israel por el desierto bosquejó la salvación del creyente del poder del pecado. Israel no entró en Canaán inmediatamente después de su éxodo de Egipto; tuvieron que afrontar tentaciones y pruebas en el desierto donde pasaron no menos de cuarenta años. Pero qué provisión tan bondadosa y plena hizo Dios para su pueblo. El maná les fue dado diariamente desde el Cielo: tipo de aquel alimento que la Palabra de Dios ahora nos suministra para nuestra nutrición espiritual. El agua les fue dada de la roca herida: emblema del Espíritu Santo enviado por el Cristo herido para morar dentro de nosotros: Juan 7:38–39.
Una nube y una columna de fuego los guiaban de día y los guardaban de noche, recordándonos cómo él dirige nuestros pasos y nos protege de nuestros enemigos. Lo mejor de todo es que Moisés, su gran dirigente, estaba con ellos, aconsejando, reprendiendo e intercediendo por ellos: figura del Capitán de nuestra salvación: «Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días».
Cuarto, la entrada misma de Israel en la tierra prometida prefiguró la glorificación del creyente, cuando este obtiene el pleno goce de aquella posesión que Cristo adquirió para él. Las experiencias que Israel encontró en Canaán tienen un doble significado típico. Bajo un punto de vista, los israelitas presagiaban el conflicto que la fe tiene que afrontar mientras el creyente es dejado en la tierra, pues al igual que los hebreos tuvieron que vencer a los anteriores habitantes de Canaán, antes que pudieran gozar de su porción, así la fe tiene que remontar muchos obstáculos si es que ha de «poseer sus posesiones». No obstante, aquella tierra de leche y miel en la que Israel entró después que su esclavitud en Egipto y las penalidades en el desierto quedaron atrás, era claramente una figura de la porción del cristiano en el Cielo después de haber acabado para siempre con el pecado en este mundo.
«Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1:21). Primero, salvarlos del placer o amor al pecado concediéndoles una naturaleza que lo odia: este es el gran milagro de la gracia. Segundo, salvarlos de la pena o castigo del pecado, remitiendo toda su culpa: esta es la gran maravilla de la gracia. Tercero, salvarlos del poder o dominio del pecado, por la operación de su Espíritu: esto revela el maravilloso poder de la gracia. Cuarto, salvarlos de la presencia o inherencia del pecado: esto demostrará la gloriosa magnitud de la gracia. Quiera el Señor bendecir estas elementales pero importantísimas verdades a muchos de sus pequeños, y hacer a sus hermanos y hermanas «grandes» más pequeños en su propia estimación.

lunes, 20 de marzo de 2017

Gracia y Conocimiento: El llamado a una Nueva Reforma por Steve Lawson

Gracia y Conocimiento: El llamado a una Nueva Reforma por Steve Lawson: "Para comenzar el este Blog me pareció bueno hacerlo con este articulo que pude traducir este ultimo 31 de Octubre, mas allá de ...

Por qué hay tantas sectas y denominaciones en el Cristianismo

por logos77
Seguro que se han preguntado muchas veces por qué hay tantas denominaciones cristianas diferentes y sectas tales como los testigos de Jehová o Mormones. Algunos que conocemos responden que eso demuestra que la verdadera iglesia es la Católica. Pero ya sabemos que esa organización es una mezcla de religión con política y es corrupta y no podemos aceptarla.
La verdadera respuesta es que ni siquiera los Reformadores como Lutero y Calvino llegaron a descubrir cómo se debe interpretar la Biblia. Fallaron en reconocer la diferencia entre el evangelio del reino que Jesucristo predicó a Israel y el evangelio de la gracia que más tarde el mismo Señor Jesucristo comisionó a Pablo a enseñar (Hechos 9).
Esto debía ser porque Lutero y Calvino se criaron católicos y sabían muy poco de la Biblia aunque llegaron a aprender después de un tiempo de estudio de la misma que su iglesia no enseñaba doctrina sana y fiel a las Escrituras. Fue cuando descubrieron que la salvación no se puede conseguir siendo bueno, haciendo buenas obras o practicando las tradiciones o sacramentos sino por creer a Jesucristo y lo que dice Su Palabra. Se enfrentaron a la iglesia y comenzó el movimiento Protestante. Creyeron lo que leyeron en la Palabra revelada de Dios en vez de las enseñanzas idólatras de dicha iglesia.
Sabemos que Dios ha dado a los hombres revelación progresiva a través de los siglos. Ahora sabemos más que los vivieron anteriormente pues a medida que pasa el tiempo aprendemos más y entendemos más. Por eso es mejor interpretar las Sagradas Escrituras por medio de dispensaciones que son periodos de tiempo en los cuales Dios actua con los hombres de una manera distinctiva. En la Biblia encontramos varias dispensaciones diferentes.
Por ejemplo, lo que Dios requería de los creyentes en dispensaciones anteriores no es igual a lo que requiere ahora. Desde el principio podemos ver una gran diferencia. Adán y Eva solo tenían que obedecer a Dios en una cosa: No comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Nada más. Eso era porque estaban en un estado de perfección y no había que ofrecer ningún sacrificio ya que no existía pecado en el mundo todavía.
Sin embargo cuando ellos desobedecieron y comieron del árbol, todo cambió. Perdieron la libertad de vivir en el paraíso de Dios y tuvieron que cubrirse con hojas de árbol para tapar su pecado. También les fue requerido por Dios ofrecer un sacrificio cada año por sus pecados.
Continuamos después. Saludos a todos.Lago