La ruptura de la cristiandad
Con el nombre de Reforma
es designado el movimiento religioso iniciado por Martín Lutero que
daría lugar al protestantismo. La división religiosa del continente a
que llevó la Reforma se inició en 1520, cuando el monje alemán Martín
Lutero fue excomulgado por el papa León X por su feroz crítica de la
política religiosa de los papas, convertidos en mercaderes de paraísos y
de salvación a buen precio; tres años antes, el propio Lutero había
colgado su diatriba (las famosas noventa y cinco tesis) en las puertas
de la iglesia de Wittenberg. Este suceso aparentemente banal fue el
desencadenante de un largo proceso de ruptura. Pocos meses después, en
la Dieta de Worms (1521), la negativa de Lutero a retractarse ante el
emperador Carlos V, convertido en defensor de la ortodoxia católica,
supuso también su proscripción política del Imperio. Los intereses de
algunos príncipes alemanes por frenar el ascenso del absolutismo de los
Habsburgo y su deseo creciente de hacerse con las tierras de los
monasterios hicieron el resto.
Lutero ante la Dieta de Worms
Entre
1521 y 1525, la Reforma viviría sus momentos heroicos, de abierta
oposición a Roma y a sus símbolos. El mensaje de emancipación pasó a ser
interpretado libremente, desbordando con creces el marco originario de
las doctrinas luteranas. Ejemplo extremo de ello es la guerra de los
campesinos liderados por Thomas Müntzer (1491-1525). De hecho, el final
de este conflicto, que se saldó con la ejecución de los rebeldes, marca
un punto de inflexión en la reforma luterana. A partir de este momento
se observará una orientación más conservadora: en materia religiosa,
frenando las innovaciones y libres interpretaciones de algunos
discípulos; en materia social, predicando la sumisión a las autoridades
establecidas (como en el caso de las propias revoluciones campesinas,
condenadas enérgicamente por Lutero); en materia eclesiástica, prestando
una mayor atención a los aspectos organizativos de la nueva iglesia.
Finalmente, en este período se produjo la ruptura total de Lutero con
humanistas como Erasmo de Rotterdam, a causa de las diferencias
doctrinales en el tema de la predestinación.
A
partir de 1527 la reforma luterana se extendió, conviviendo con otras
versiones de la doctrina reformada como las de Ulrico Zwinglio en Zurich
o Martín Bucero (1491-1551) en Estrasburgo. Zwinglio, artífice de la
Reforma en la ciudad suiza, era hijo de campesinos, clérigo humanista,
admirador de Platón y conocedor de Erasmo. Zwinglio inició un proceso de
renovación personal que le llevó a adoptar unas posiciones doctrinales
cercanas a las de Lutero. Siendo predicador en Zurich, luchó a partir de
1521 para que su ciudad y los cantones confederados se sumaran a sus
ideas, cosa que logró en 1523: la misa en latín quedó suprimida, se
retiraron las imágenes de las iglesias y se secularizaron los conventos.
Ulrico Zwinglio
Basilea,
por otro lado, era en estos años un centro humanista de singular
importancia. Johannes Ecolampadio (1482-1531) predicó allí las doctrinas
zwinglianas desde 1523, y cuatro años más tarde la ciudad se incorporó a
la Reforma. El triunfo de la Reforma en Estrasburgo a partir de 1529 se
debió a Capiton (1478-1521) y, sobre todo, a Martín Bucero. La Reforma
en su versión zwingliana se difundió ampliamente por las ciudades de
Suiza y el sur de Alemania, mientras que las del norte se mantuvieron
fieles al primitivo mensaje luterano. Uno y otro modelo presentaban
diferencias teológicas y litúrgicas importantes, siendo quizás la
fundamental la relativa a la eucaristía. Zwinglio negaba la presencia
real de Cristo en ella, convirtiendo el sacramento en una simple
ceremonia simbólica. De esta forma, se abría una fisura en el seno de
las doctrinas reformadas.
Los intentos de frenar la
relativa tolerancia seguida por Carlos V tras la primera Dieta de Espira
(1526) fueron contestados por los príncipes alemanes reunidos de nuevo
en aquella ciudad en 1529. Príncipes y ciudades reformadas protestaron
(de ahí que desde entonces se les conociera como "protestantes") contra
la voluntad imperial de volver a la situación de 1520. Los intentos de
llegar a un entendimiento en la Dieta de Augsburgo de 1530 fracasaron,
dando paso al enfrentamiento armado.
La lucha contra
los príncipes alemanes reformados, unidos en la Liga de Esmalcalda
(1531) por Federico de Hesse, tuvo altibajos debido a las ayudas que
aquellos recibían de potencias como Francia o Inglaterra, adversarias de
la hegemonía política que los Habsburgo trataban de imponer sobre
Europa. A pesar de la victoria de Carlos V de Mühlberg (1547), los
ejércitos de Mauricio de Sajonia (1521-1553) derrotaron a los imperiales
en Innsbruck (1552). Esta derrota, además de la abdicación del
emperador en favor de su hermano Fernando y de su hijo Felipe, que se
haría efectiva entre 1555 y 1556, precipitó la llamada paz de Augsburgo
(1555), que significaba la renuncia a la unidad religiosa en Alemania y
el fin de los ideales de una sola cristiandad defendidos por Carlos V.
Carlos V
En
la década de 1550 la fisura religiosa había quedado definida, aunque no
de forma concluyente. España, Italia, gran parte del sur de Alemania,
Austria, Bohemia, Polonia y Lituania seguían siendo católicas, aunque
las cuatro últimas hubiesen aceptado la presencia de minorías
calvinistas. Gran parte del norte de Alemania era luterana, al igual que
Dinamarca y Suecia. Los cantones suizos eran en parte católicos, pero
Ginebra aparecía como centro del calvinismo. Inglaterra, al cabo de
muchas vacilaciones, se convirtió en un país protestante con una iglesia
estatal de signo calvinista. Rusia conservó su fe ortodoxa. Surgieron
nuevas sectas, como los anabaptistas, que discrepaban tanto de la
religión católica como de la protestante, y que, por su oposición a todo
principio de autoridad, serían perseguidos por una y otra. La respuesta
católica, auspiciada por el emperador Carlos V, fue la convocatoria por
el papa Paulo III del Concilio de Trento (1545-1563).
La
ruptura terminaría generando confusión y violencia. En Francia, la
conversión al calvinismo de determinados sectores sociales en la década
de 1560 añadió un matiz ideológico a la rivalidad existente entre los
grandes magnates territoriales (los Guisa, los Condé, los Borbones) en
una época de debilidad del gobierno central. Durante las guerras civiles
que desgarraron el país intermitentemente entre 1562 y 1593, Francia
corrió serio peligro de fragmentación confesional. También en los Países
Bajos, a partir de la década de 1560, los intereses religiosos se
confundieron con los políticos. Se inició así una rebelión que se
prolongaría a lo largo de ochenta años.
Causas y efectos de la Reforma
Las
causas profundas del malestar religioso tenían sus raíces en el propio
desarrollo histórico del Renacimiento europeo. La crisis política de la
iglesia bajomedieval y el Cisma de Occidente (1378-1417) originaron un
vacío espiritual y la creciente mercantilización de las prácticas
religiosas. Numerosos humanistas denunciaron el bajo nivel moral del
clero, su escasa preparación, la primacía de los intereses terrenales
sobre los espirituales y, en especial, la venta de indulgencias con las
que se conseguía una rebaja de las penas del purgatorio.
Los
anhelos de regeneración de las costumbres religiosas y la búsqueda de
una vida espiritual más intensa y personal fueron abriéndose paso en
círculos de religiosos y laicos como el de los Hermanos de la Vida
Común, un grupo próximo a lo que se llamó la devotio moderna.
Numerosos en los Países Bajos y Renania, e influyentes gracias a sus
escuelas (Erasmo y Lutero asistieron a ellas) y a sus libros -sobre todo
la Imitación de Cristo (1418), atribuida a Tomás de Kempis,
(1380-1471)-, no desafiaban la ortodoxia abiertamente, sino que
manifestaban sus críticas de forma implícita, prescindiendo de muchos
ritos y preceptos que consideraban superfluos y defendiendo una piedad
subjetiva y ascética basada en la lectura personal y directa de la
Biblia. La crítica textual propugnada por los humanistas vino en su
ayuda, demostrando que, aparte del bautismo y la eucaristía, presentes
en los Evangelios, el posterior edificio de los sacramentos
(confirmación, matrimonio, confesión, penitencia, extremaunción,
ordenación) era artificial y estaba llamado a desmoronarse, y con él la
necesidad de una casta sacerdotal que lo mantuviese en pie: la jerarquía
eclesiástica entera, desde el papa hasta el último franciscano, se
hacía innecesaria.
A nivel político, allí donde la
Reforma triunfó tuvo lugar un proceso de consolidación del poder
establecido. La ruptura con el papado liberó a los gobernantes de su
dependencia respecto a una institución que proclamaba la superioridad de
su poder espiritual sobre cualquier otro poder terrenal. Además, la
supresión de las antiguas instituciones eclesiásticas y la
secularización de sus bienes, junto al principio luterano que atribuía
al poder político la organización de sus propias iglesias, favoreció una
ampliación del ámbito de competencias del poder civil: el pastor se
convertía así en funcionario del príncipe. La tesis del sacerdocio
universal no implicó la desaparición del ministerio pastoral, sino la
profesionalización de los líderes eclesiásticos a partir de una completa
redefinición de su estatus social y de sus funciones. La labor
fundamental del pastor era ahora la predicación de la doctrina, y el
sermón se convirtió en pieza clave de una misa cuya liturgia se
simplificaba y enriquecía a la vez con nuevos elementos como los
cánticos, empleándose las lenguas vulgares como vehículo de
comunicación.
La Reforma también tuvo importantes
repercusiones sociales. Las doctrinas reformadas, al hacer hincapié en
la salvación individual, estructuraron las prácticas piadosas en torno
al culto doméstico. Las familias se integraban en parroquias en las que
el pastor ejercía una "clericatura atenuada", una tarea de disciplina y
control. La primera práctica colectiva era el culto dominical. La
confesión privada al oído fue sustituida por una confesión pública leída
por el pastor, quien también ofrecía una absolución general. La
eucaristía se celebraba cuatro veces al año. Los ritos asociados a la
existencia del feligrés (bautismo, matrimonio y funerales) perdieron
toda su carga simbólica.
La teología luterana
El término Reforma,
por su suavidad, puede inducir a confusión: la Reforma no fue una
transición ni una serie de cambios programados, sino una verdadera
revolución religiosa con aspectos y efectos políticos; la Reforma rompió
la unidad de la Iglesia de Occidente, produjo nuevas formas
eclesiásticas e inauguró una nueva época en la historia de la
espiritualidad cristiana. Sin embargo, la palabra Reforma
corresponde a la idea que tuvieron sus promotores de no ser los
fundadores de una nueva religión, sino de restaurar, en un tiempo en el
que ya estaban presentes todos los gérmenes de la edad moderna, el
antiguo cristianismo. Si bien es la resultante de tendencias,
aspiraciones e impaciencias ampliamente difundidas en Europa a
principios del siglo XVI, la Reforma recibe un sello inconfundible por
efecto de la personalidad de Lutero.
La formación de
Lutero explica algunas de sus actitudes posteriores. Hijo de un minero,
estudió con los Hermanos de la Vida en Común en un ambiente espiritual
exigente. Destinado a ser jurista por voluntad paterna, decidió no
obstante ingresar en la rigurosa orden de los Eremitas de San Agustín
(1505). Su brillante carrera religiosa y universitaria en Wittenberg
oculta, según el historiador Lucien Febvre, una profunda inquietud
personal: "Lo que le importa a Lutero de 1505 a 1515 no es la reforma de
la Iglesia. Es Lutero, el alma de Lutero, la salvación de Lutero. Sólo
eso." Tras largas reflexiones, la solución teológica la encontró en las
Epístolas de Pablo: la justificación por la fe.
Martín Lutero
La
justificación por la fe es la base del pensamiento de Lutero, que
rechaza la idea de que las obras puedan coadyuvar a que el hombre
alcance la salvación. Lo que hace revolucionario el pensamiento luterano
es la radicalidad de su formulación y la coherencia de su desarrollo,
que conduce a una negación sistemática, en nombre de Dios, de las
enseñanzas católicas fundamentales y de la propia Iglesia como
institución. En efecto, si sólo la fe justifica, resulta innecesario
todo ministerio sacerdotal, con poderes exclusivos para administrar los
sacramentos, que haga de intermediario entre Dios y los hombres. Lutero
sólo aceptaba como verdaderamente instituidos por Jesucristo los
sacramentos del bautismo y la eucaristía. La revelación estaba contenida
únicamente en la Biblia, y todo cristiano iluminado por el Espíritu
Santo era capaz de interpretarla libremente. Esta idea, que rechazaba
expresamente la tradición de la Iglesia, ocasionó la publicación de
numerosas Biblias sin comentarios ni acotaciones. Las doctrinas
reformadas se sintetizaron en el lema Sola fide, sola gratia, sola scriptura (Sólo fe, gracia y Escrituras).
Lutero
resume en sí el conflicto de la cultura eclesiástica en el bajo
Medioevo. Ningún contacto directo, al principio, con el Humanismo; pero
su formación filosófica y teológica se perfecciona con la "vía moderna"
de Guillermo de Occam: una filosofía crítica, no sin analogías con la
kantiana, en la que la unidad de fe y razón queda destruida y la
especulación metafísica se suspende. Dios se envuelve en un misterio
abismal, del cual sale revelándose solamente en la medida en que quiere
hacerlo, en la revelación histórica. Dios, que está más allá de todo
concepto de bien o de mal, impone no obstante al hombre una disciplina;
siguiéndola con su mejor voluntad, el hombre puede y debe legítimamente
presumir que le es grato.
El esfuerzo para hacerse
grato a este Dios insondable, llevado a cabo con una indudable seriedad y
un vivo sentimiento de lo absoluto, conduce a Lutero a la paradójica
conclusión de que el hombre no puede jamás estimarse positivamente digno
de la gracia, y que su único mérito ante Dios consiste en reconocerse
radicalmente pecador, acusándose sin merced ante Dios y haciendo suyo su
veredicto condenatorio. A una tal acusación incondicionada de sí mismo,
Dios contesta con una no menos incondicionada absolución. Estos
pensamientos reciben en Lutero una influencia de apoyo por parte de la
mística germánica, aunque no asimila (por sus premisas críticas
occamistas) su fondo especulativo neoplatónico. El deseo de poner en
claro su "teología de la cruz" como una doctrina de absoluta penitencia
interior con respecto a la práctica penitencial de la Iglesia
(indulgencias) conduce a Lutero a la proclamación de las noventa y cinco
tesis (1517) y a la revolución religiosa.
La
espiritualidad de la Reforma refleja las exigencias complejas y a veces
antitéticas de la experiencia luterana. Por una parte la concepción
intimista de la penitencia, y en general de la vida religiosa, pone al
hombre directamente en relación con Dios, y al desvalorizar
intrínsecamente las obras meritorias, es natural que la Iglesia, como
dispensadora de la gracia, quede privada de motivación y sea abandonada;
por otra parte, la actitud crítica, antirracionalista y anatomista que
caracterizó a Lutero se contrapone al intelectualismo y a la confianza
en la persona que aportó el Humanismo.
Lutero en un retrato de Cranach el Viejo (1521)
La
Iglesia, como custodia de la revelación, como garantizadora sacramental
de la gracia, es indispensable en su espiritualidad, y Lutero la
reconstruye después haberla negado; pero la reconstruye como un puro
cuerpo espiritual, abandonando sus aspectos jurídicos y administrativos a
la autoridad de los príncipes alemanes, los cuales, en el pensamiento
de Lutero, administran la Iglesia, no en cuanto son el Estado, sino en
cuanto que ellos son también "miembros preeminentes" de la Iglesia,
investidos, por su posición, de especiales responsabilidades.
La
misma complejidad llena de antítesis se encuentra en toda la concepción
luterana de la vida. Si Lutero abandona el estado monástico (no
voluntariamente, a decir verdad, sino forzado por las circunstancias) y
si lo combate como la quintaesencia de las "obras meritorias", con una
polémica violenta hasta la injusticia, no por ello reivindica Lutero la
posibilidad de un gozoso vivir humano. Todo el mundo para Lutero yace en
el mal, y el pecado se insinúa en todas partes, desde la forma sutil de
la vanidad y del amor a sí mismo hasta en las expresiones de moralidad
más elevadas.
Por otra parte, precisamente porque
el mundo es malo, y en ningún modo es posible crear en él una isla de
perfección, el mundo es aceptado como es: como un campo de batalla, de
ejercitación moral, como una cruz a veces, cumpliendo con fidelidad los
deberes (relativos y siempre discutibles desde el punto de vista de lo
absoluto) de los que se compone la vida humana, y que, cumplidos con
religiosa conciencia, como deberes dictados por Dios al hombre en su
particular situación concreta, asumen un valor de "vocación".
La
vida se desenvuelve así en dos líneas paralelas: la vida de la fe, en
su interioridad y pureza, y la vida del mundo, con su relatividad
pecaminosa. El hombre cristiano, en su concreción, pertenece a la una y a
la otra, sacando de su fe una exigencia superior, un motivo de control,
y al mismo tiempo de desvío de la realidad problemática en que vive; en
esta realidad halla las condiciones concretas para el ejercicio,
ascético en el fondo y quizá doliente, de su fe. Pero la vida vivida en
la fe no impide al mundo ser "mundo", insuperable pecaminosidad, y la
fidelidad cristiana en el servicio del mundo no puede jamás asentarse en
la cuenta favorable al hombre en el balance eterno: la única razón de
subsistencia del hombre ante Dios es siempre su inmerecido y gratuito
perdón.
Lutero dirige una plegaria en el Castillo
de Wartburg (óleo de Hugo Vogel)
En
esta polaridad y ambivalencia está la característica profunda de la
espiritualidad luterana. Es por otra parte difícil que ésta se mantenga
íntegramente en la tensión y el equilibrio de su afirmación y negación. Y
así, hay a menudo, ya en Lutero mismo y más en el luteranismo, una
alternancia de estados de ánimo: unas veces de completa negación del
mundo (del que se busca refugio en la interioridad de una vida
espiritual autosuficiente y sin necesaria relación con la vida
concreta,) y otras veces de afirmación integral de la vida en su
autonomía relativa, que en un tiempo más próximo a nosotros, a causa de
la reducción del cristianismo al plano de una religiosidad sin pecado
original y sin redención trágica, se resolverá simplemente en el
optimismo de la presencia interna de lo divino en el devenir del mundo.
Esta resolución, cuya paternidad (sea gloriosa o
deplorable) Lutero no puede declinar en las concepciones del mundo
moderno, está en todo caso más allá de las intenciones del reformador.
De todos modos hay que reconocer a Lutero el mérito de haber planteado
el problema de la ética con todo su rigor, aclarando la diferencia que
hay entre lo moral, lo útil y lo jurídico. El bien no es la adecuación
al contenido de una "ley", y no es tampoco lo ventajoso para mí o para
mi prójimo; más allá de todo legalismo y de todo interés, el bien es la
obediencia incondicional a una voluntad absoluta. La transcripción
lógica de la experiencia luterana será la moral kantiana. Reduciendo a
la razón legisladora del hombre la insondable voluntad del Dios de
Lutero (que por otra parte se revela como una libre voluntad de amor
para sus criaturas, poniéndose así como forma y contenido del deber),
Kant empobrece sin embargo en cierta manera la ética luterana de la
obediencia a Dios solo.
El anabaptismo
La
Reforma luterana se encuentra, desde su aparición, en antítesis y en
competencia con un movimiento popular de insurrección religiosa, social y
política: el anabaptismo. La hostilidad hacia este movimiento de Lutero
(quien tuvo su parte de responsabilidad moral en su sangrienta
represión por obra de los príncipes alemanes) no es debida solamente a
motivos contingentes. El anabaptismo no comprometía solamente la Reforma
ante el juicio de los príncipes, de los que la Reforma tenía necesidad,
sino que sobre todo expresaba una espiritualidad diversa, en la que
revivían los motivos dominantes de las herejías medievales: la
aspiración a la renovación de la sociedad, la espera del reino de Dios
del año mil, la inspiración como suprema instancia religiosa y como
contraseña de la madurez de los tiempos.
Con su
voluntad de instaurar un orden cristiano, según el modelo del Sermón de
la Montaña, el anabaptismo debía desconocer profundamente, a juicio de
Lutero, la insuperable pecaminosidad del mundo y la diferencia
irreductible entre el plano de la fe y el de la vida concreta. La
voluntad del anabaptismo de purificar la Iglesia, transformándola en una
comunidad de adultos bautizados después de una profesión de fe
personal, no concordaba con la profunda y compleja concepción
eclesiástica de Lutero, según el cual la Iglesia, en su profunda
esencia, no es "visible" (sólo Dios discierne los que son justificados
por él mismo), mientras que la organización visible de la Iglesia queda
siempre sujeta a lo problemático de las cosas de este mundo.
También
el carácter insurreccional del movimiento contradecía no solamente el
temperamento conservador de Lutero, sino su profunda persuasión de que
los males de este mundo han de ser soportados como una cruz y
transfigurados en factores de vida interior. En fin, la apelación al
Espíritu Santo, que aparecía, incluso en su realidad concreta, expuesto a
todos los riesgos del subjetivismo, no se compaginaba con el apego a la
Biblia que Lutero había heredado de su formación occamista, y que
correspondía profundamente a las exigencias de su conciencia suspicaz
ante todas las voces interiores y los impulsos incontrolables, en que
fácilmente podían enmascararse las insidias del diablo. El
espiritualismo de los anabaptistas presenta en cambio mayores afinidades
con la religiosidad humanista que reconocía en Erasmo su más autorizado
representante, y que por otra parte era opuesta a toda actitud
revolucionaria. Hacia ésta, como hacia el anabaptismo, Lutero puso, con
su famosa polémica contra el libre albedrío, un límite infranqueable.
El calvinismo
La
Reforma llega a su completa expresión sociológica y eclesiástica y a su
sistematización doctrinal coherente con el calvinismo. El espíritu
lógico y jurídico latino de Juan Calvino (1509-1564); el hecho de que la
Reforma calvinista se desarrolló en un ambiente ciudadano y republicano
como el de Ginebra, y que en otras zonas (Francia, Países Bajos) se
encontrara ampliamente empeñada en las guerras de religión; y el mayor
radicalismo de esta Reforma, que no se limitó a corregir el edificio de
la Iglesia medieval, como había hecho Lutero, sino que quiso fundarlo de
nuevo sobre el modelo de la Iglesia primitiva (aspiración común con el
anabaptismo), explican la diversa fisonomía del calvinismo.
La
Iglesia calvinista, incluso allí donde está en relaciones de íntima
colaboración con el estado, como en Ginebra, es una Iglesia que se
gobierna por sí misma, por medio de sus consejos de pastores y de
"ancianos" (consistorios, sínodos), creando de este modo en sus fieles
el gusto y la capacidad del autogobierno. Su ética está determinada por
el desarrollo que asume en la doctrina calvinista la idea de la
predestinación. Esta doctrina, que parece que habría de conducir a un
fatalismo pasivo, quitando al hombre todo motivo de obrar, se trueca en
cambio en el Calvinismo en un enérgico impulso a la acción.
Juan Calvino
Los
que están persuadidos de ser elegidos de Dios e instrumento de sus
planes piensan cumplir en sus acciones su eterna voluntad, y
recíprocamente encuentran en el éxito de sus acciones una comprobación
de su elección. Las obras, eliminadas por Lutero como obras
"meritorias", reingresan en la ética reformada como "signos" de la
salvación cumplida. El dualismo del mundo y del Reino de Dios, que no es
substancialmente menos completo para Calvino que para Lutero, no
conduce en este caso a una tolerancia pasiva, sino a una enérgica
actividad dirigida a someter el mundo a la voluntad de Dios, y a
obligarle a reconocer su gloria.
La motivación de
esta actividad en el mundo, por otra parte, está desprovista de todo
motivo utópico: el mundo no es substancialmente mejorado por la
actividad de los elegidos, y sigue siendo el mundo del pecado,
provisional, transitorio, caduco. El calvinismo no espera una
instauración milenarista del Reino de Dios (como el anabaptismo), y su
visión de la vida perfecta se proyecta decididamente en el más allá
(como en el luteranismo y en el catolicismo); pero igual que el
catolicismo, y más que el luteranismo, se interesa por el problema de
una sistematización de la ciudad terrena que tienda favorablemente a los
fines del Reino de Dios.
La ética calvinista se
traduce en la vida económica (estimulada por la supresión de la
prohibición medieval del préstamo a interés) en un activismo al mismo
tiempo libre y austero, que considera la vida como un combate, el lucro
como un deber, el éxito como una sanción divina, el lujo como un pecado y
la severidad del tipo de vida como un título de nobleza (puritanismo).
Esta concepción de la vida, en los siglos XVII y XVIII, especialmente en
suelo anglosajón, se cruza con otras influencias de origen humanista y
anabaptista, que por una parte conducen a una atenuación de la doctrina
de la predestinación (arminianismo) y por otra a una valoración más
favorable de la capacidad del hombre natural (jusnaturalismo), e
inclinan la autonomía de los elegidos calvinistas en el sentido de la
declaración de los derechos del hombre y de la libertad de conciencia.
El devenir de la Reforma
Nacida
de exigencias religiosas, la Reforma se entrecruza, en su difusión, con
los intereses políticos y las pasiones nacionales y raciales,
polarizando en los Estados germánicos el estado de ánimo impaciente por
la influencia, a veces financieramente gravosa, de la curia romana, y
sacando provecho de la secularización de los bienes eclesiásticos
confiscados por los príncipes, en gran parte en provecho propio. Tal
interferencia de motivos determina diversamente la configuración de la
Reforma y de la Iglesia en los estados protestantes, y su conexión más o
menos estrecha con las autoridades civiles.
Una
posición aparte ocupa la Iglesia anglicana, brotada de un acto de
gobierno regio al que debe también su fisonomía particular: católica en
el rito y en la jerarquía, calvinista en la doctrina y en la moral. Pero
la historia de la Reforma en Inglaterra no se identifica con la de la
Iglesia anglicana, sino que más bien es la historia de la controversia
del anglicanismo con las Iglesias "independientes", de más acentuado
carácter calvinista. En Francia, la historia de la Reforma se inserta en
la de las luchas de la nobleza provincial contra el creciente
absolutismo monárquico. De esta situación de minoría combatida y
perseguida se deriva la teoría calvinista del derecho a la resistencia,
por parte de los "magistrados inferiores" y de los estados generales, al
arbitrio del soberano. En Italia la Reforma se redujo a un movimiento
de "élites" intelectuales, más o menos íntimamente unido al humanismo. A
este origen cultural deben los reformadores italianos su peculiar
fisonomía, que les confiere una posición intermedia entre Renacimiento y
Reforma, y los convierte en precursores (incomprendidos y combatidos
hasta por los protestantes de su tiempo) de la Ilustración del siglo
XVIII (socinianismo).
La época de la Reforma
comprende esencialmente los siglos XVI y XVII. En el XVIII afloran en la
sensibilidad europea nuevas tendencias, que aunque sigan buscando su
inspiración en la fe y en la piedad de la Reforma, señalan al mismo
tiempo hacia nuevos problemas y nuevas orientaciones. El predominio de
la Biblia en la Reforma quedará sometido a la crítica de la razón y de
la historia; el dogma cristiano se resolverá en la "religión natural"
(Ilustración); la esfera del sentimiento, relegada a un segundo plano
por el objetivismo teológico, eclesiástico y sacramental de la ortodoxia
protestante, recobrará la conciencia de su autonomía, contraponiéndose
al racionalismo (Pietismo, Metodismo, Romanticismo). El protestantismo
vivirá en adelante de su controversia con el mundo moderno, al cual
sigue proporcionando importantes temas de meditación espiritual.
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