miércoles, 22 de marzo de 2017

Cuatro Veces Salvo

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Salvación de la presencia del pecado
Ahora nos volvemos a aquel aspecto de nuestro tema que tiene que ver solamente con el futuro. El pecado ha de ser aún erradicado del ser del creyente, de tal manera que aparezca delante de Dios sin mancha ni defecto. Cierto que este es su estatus legal aun ahora, pero no lo es aún en su estado o experiencia. Tanto en cuanto Dios ve al creyente en Cristo, este aparece ante él en toda la excelencia de su Fiador, pero tanto en cuanto Dios le ve tal como es aún en sí mismo (y que él lo hace lo prueban sus disciplinas), él contempla toda la ruina que la Caída ha obrado en él. Pero no siempre será este el caso: no, bendito sea su nombre, el Señor reserva el mejor vino para el final. Aun ahora hemos gustado que él es bueno, pero solo podemos entrar en la plenitud de su gracia y gozar de ella después que este mundo sea dejado atrás.
Aquellas escrituras que presentan nuestra salvación como una esperanza futura tienen todas que ver con nuestra liberación final de la propia inherencia del pecado. A esto se refería Pablo cuando dijo: «Ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos» (Ro. 13:11): no nuestra salvación del placer, la pena, o el poder del pecado, sino de su presencia misma. «Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo» (Fil. 3:20). Sí, es al «Salvador» a quien esperamos, porque es a su regreso cuando los elegidos por gracia participarán de su Salvación plena; como está escrito: «Y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan» (He. 9:28). De igual manera, cuando otro apóstol declaró: «Que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero» (1 P. 1:5), hacía referencia a esta gran consumación de la salvación del creyente, cuando para siempre será librado de la presencia misma del pecado.
Nuestra salvación del placer del pecado se efectúa al alojarse Cristo en nuestros corazones: «vive Cristo en mí» (Gá. 2:20). Nuestra salvación de la pena del pecado fue conseguida por los sufrimientos de Cristo en la cruz, donde sobrellevó el castigo que nuestras iniquidades merecerían. Nuestra salvación del poder del pecado es obtenida por la obra misericordiosa del Espíritu que Cristo envía a su pueblo: por lo que es llamado «el Espíritu de Cristo» (Ro. 8:9cf. Gá. 4:6Ap. 3:1). Nuestra salvación de la presencia del pecado será consumada al segundo advenimiento: «mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas» (Fil. 3:20–21). Y de nuevo se nos dice: «Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Jn. 3:2). Es todo de Cristo desde el principio hasta el final.
El hombre fue creado originalmente a imagen y semejanza de Dios, reflejando las perfecciones morales de su Hacedor. Pero entró el pecado y el cayó de su gloria primitiva y a causa de dicha caída la imagen de Dios en él quedó rota y su semejanza desfigurada. Pero en los redimidos aquella imagen ha de ser restaurada, es más, les ha de ser concedida una honra mucho más alta que la otorgada al primer Adán: han de ser hechos como el último Adán. Está escrito: «Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Ro. 8:29). Este bendito propósito de Dios en nuestra predestinación no será plenamente comprendido hasta la segunda venida de nuestro Señor: será entonces cuando su pueblo será plenamente emancipado de la servidumbre y corrupción del pecado. Entonces Cristo se presentará a sí mismo «una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Ef. 5:27).
La salvación del placer o amor al pecado tiene lugar en nuestra regeneración; la salvación de la pena o castigo del pecado ocurre cuando nuestra justificación; la salvación del poder o dominio del pecado se consigue durante nuestra santificación práctica; la salvación de la presencia o inherencia del pecado se consuma en nuestra glorificación: «a los que justificó, a estos también glorificó» (Ro. 8:30). No se revela mucho en la Escritura acerca de este aspecto de nuestro tema, ya que la Palabra de Dios no ha sido dada para gratificar la curiosidad. Sin embargo, sí se da a conocer lo suficiente para alimentar la fe, fortalecer la esperanza, producir amor y hacernos «correr con paciencia la carrera que tenemos por delante». En nuestro estado actual somos incapaces de formarnos un concepto real de la bienaventuranza que nos aguarda; no obstante, al igual que los espías de Israel regresaron con el racimo de «las uvas de Escol» como una muestra de las buenas cosas a encontrar en la tierra de Canaán, así al cristiano le es concedido un goce anticipado de su herencia Arriba.
«Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Ef. 4:13). Somos predestinados a ser hechos conformes a la imagen del Cristo glorificado.Contémplalo en el monte de la transfiguración, cuando les fue concedida a aquellos afortunados discípulos una visión previa de su gloria. Tal es el deslumbrante esplendor de su persona que Saulo de Tarso fue cegado temporalmente por un reflejo del mismo, y el amado Juan en la isla de Patmos cayó «como muerto a sus pies» (Ap. 1:17) cuando le vio. La mejor manera de apreciar lo que nos espera es contemplándolo a la luz del amor de Dios. La porción que Cristo mismo ha recibido es la expresión del amor de Dios por él; y como el Salvador le ha asegurado a su pueblo con respecto al amor de su Padre hacia ellos «los has amado a ellos como también a mí me has amado» (Juan 17:23) y por tanto como el prometió «para que donde Yo estoy, vosotros también estéis» (Jn. 14:3).
¿Pero no termina el creyente para siempre con el pecado al morir? Sí, gracias a Dios, tal es el caso; sin embargo, eso no es su glorificación, ya que su cuerpo se corrompe, y ese es el efecto del pecado. Pero está escrito acerca del cuerpo del creyente: «Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual» (1 Co. 15:42–44). No obstante, en el momento mismo de la muerte, el alma del cristiano es enteramente librada de la presencia del pecado. Esto se desprende claramente de «Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen» (Ap. 14:13). ¿Qué significa que «descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen»? Por supuesto que es algo más bienaventurado que cesar de ganar el pan con el sudor de sus frentes, ya que esto será cierto de los no salvos también. Los que mueren en el Señor descansan de «sus trabajos» con el pecado: sus dolorosos conflictos con la corrupción interna, Satanás y el mundo. La batalla que la fe pelea ahora se termina entonces, y para siempre les pertenece un total alivio del pecado.
La salvación cuádruple del cristiano con respecto al pecado quedó sorprendentemente tipificada en el proceder de Dios con la antigua nación de Israel. Primero, tenemos una vívida descripción de su liberación del placer del pecado o el amor hacia él: «y los hijos de Israel gemían a causa de la servidumbre y clamaron; y subió a Dios el clamor de ellos con motivo de su servidumbre» (Ex. 2:23–24). ¡Qué contraste hace esto con lo que leemos en los últimos capítulos de Génesis! Allí oímos al rey de Egipto diciendo a José: «La tierra de Egipto delante de ti está; en lo mejor de la tierra haz habitar a tu padre y a tus hermanos; habiten en la tierra de Gosén» (47:6). Así, pues, se nos dice: «Así habitó Israel en la tierra de Egipto, en la tierra de Gosén; y tomaron posesión de ella y se aumentaron y se multiplicaron en gran manera (47:27). Ahora bien, Egipto es en el Antiguo Testamento el símbolo del mundo, como un sistema opuesto a Dios. Y fue allí, «en lo mejor de la tierra», donde los descendientes de Abraham se habían establecido. Pero el Señor tenía designios misericordiosos y algo mucho mejor para ellos; sin embargo, antes que pudieran apreciar Canaán, tenían que perder su afecto hacia Egipto. De aquí que los encontremos cruelmente esclavizados allí, doliéndose bajo el látigo de los capataces. De esta manera se les hizo aborrecer a Egipto y anhelar ser liberados de él. El tema de Éxodo es la redención: ¡qué interesante, pues, ver que Dios comienza su obra de redención haciendo a su pueblo gemir y clamar en su esclavitud! La porción que Cristo concede no es bien recibida hasta que se nos hace estar hartos de este mundo.
Segundo, en Éxodo 12 tenemos una representación gráfica de cómo el pueblo de Dios es librado de la pena del pecado. La noche de la Pascua el ángel de la muerte vino y mató a todos los primogénitos de los egipcios. ¿Pero por qué perdonar a los primogénitos de los israelitas? No porque fueran inocentes delante de Dios, porque todos pecaron y están destituidos de su gloria. Los israelitas, al igual que los egipcios, eran culpables a los ojos de Dios y merecedores de un juicio implacable. Fue precisamente en esta coyuntura cuando vino la gracia de Dios y cubrió su necesidad. Otro fue inmolado en su lugar y murió en vez de ellos. Una víctima inocente fue muerta y su sangre derramada señalando a la venida del «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». El cabeza de cada familia israelita roció la sangre del cordero en el dintel y los postes de su puerta, y así el primogénito de la misma fue preservado del ángel vengador: Dios prometió: «Veré la sangre y pasaré de vosotros (Éx. 12:13). De esta manera, Israel fue salvado de la pena del pecado por medio del cordero que murió en su lugar.

Tercero, el viaje de Israel por el desierto bosquejó la salvación del creyente del poder del pecado. Israel no entró en Canaán inmediatamente después de su éxodo de Egipto; tuvieron que afrontar tentaciones y pruebas en el desierto donde pasaron no menos de cuarenta años. Pero qué provisión tan bondadosa y plena hizo Dios para su pueblo. El maná les fue dado diariamente desde el Cielo: tipo de aquel alimento que la Palabra de Dios ahora nos suministra para nuestra nutrición espiritual. El agua les fue dada de la roca herida: emblema del Espíritu Santo enviado por el Cristo herido para morar dentro de nosotros: Juan 7:38–39.
Una nube y una columna de fuego los guiaban de día y los guardaban de noche, recordándonos cómo él dirige nuestros pasos y nos protege de nuestros enemigos. Lo mejor de todo es que Moisés, su gran dirigente, estaba con ellos, aconsejando, reprendiendo e intercediendo por ellos: figura del Capitán de nuestra salvación: «Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días».
Cuarto, la entrada misma de Israel en la tierra prometida prefiguró la glorificación del creyente, cuando este obtiene el pleno goce de aquella posesión que Cristo adquirió para él. Las experiencias que Israel encontró en Canaán tienen un doble significado típico. Bajo un punto de vista, los israelitas presagiaban el conflicto que la fe tiene que afrontar mientras el creyente es dejado en la tierra, pues al igual que los hebreos tuvieron que vencer a los anteriores habitantes de Canaán, antes que pudieran gozar de su porción, así la fe tiene que remontar muchos obstáculos si es que ha de «poseer sus posesiones». No obstante, aquella tierra de leche y miel en la que Israel entró después que su esclavitud en Egipto y las penalidades en el desierto quedaron atrás, era claramente una figura de la porción del cristiano en el Cielo después de haber acabado para siempre con el pecado en este mundo.
«Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1:21). Primero, salvarlos del placer o amor al pecado concediéndoles una naturaleza que lo odia: este es el gran milagro de la gracia. Segundo, salvarlos de la pena o castigo del pecado, remitiendo toda su culpa: esta es la gran maravilla de la gracia. Tercero, salvarlos del poder o dominio del pecado, por la operación de su Espíritu: esto revela el maravilloso poder de la gracia. Cuarto, salvarlos de la presencia o inherencia del pecado: esto demostrará la gloriosa magnitud de la gracia. Quiera el Señor bendecir estas elementales pero importantísimas verdades a muchos de sus pequeños, y hacer a sus hermanos y hermanas «grandes» más pequeños en su propia estimación.

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